jueves, 26 de abril de 2012

      La niña Candela piensa que el burro Platero está hecho para ser acariciado, por eso, cada vez que puede, deja sus dedos olvidados entre el suave algodón de Platero, mientras sus ojos cantan al sol o callan al frío, esperando que su mano pueda encerrar sus cosquillas suaves. Un día en que sus dedos escarbaban, curiosos, la suavidad de Platero, como picotean el suelo las gallinas, la niña Candela se clavó un espino, escondido entre el pelaje del burro, como gusanito entre las piedras. Su dedo comenzó a sangrar. La niña Candela corrió a refugiarse en los brazos de su madre.
    Quedó Platero solo y triste: él nunca querría haberle hecho daño a la niña Candela. Sin saber qué hacer, comenzó a deambular, nervioso, de un lado a otro esperando que la niña regresara. Cabizbajo, se fijó en una nube que se reflejaba en el agua del abrevadero y deseó con todas sus fuerzas ser tan suave, blandito e inofensivo como aquella nube. Se acercó al abrevadero y al beber se dio cuenta de que en el espejo del agua ya no se reflejaba la nube sino su cara. Contento pensó, porque, aunque hay quien dice que no, los burros piensan, que se había bebido la nube. Pensó de nuevo; porque, aunque hay quienes lo dudan, los burros reflexionan sobre lo ya pensado para llegar a una conclusión, y nuestro Platero no iba a ser menos burro que otro cualquiera;  y concluyó que a partir de ese momento, y por haberse tragado una, su cuerpo sería una nube y que sólo tendría la cabeza, las patas y la cola de burro; y sonrió feliz, enseñando todos sus grandes dientes, adivinando la alegría y la sorpresa que se llevaría la niña Candela al verlo. Pero la niña Candela no volvió esa tarde al establo, ni vino a darle las buenas noches tampoco.
El burro Platero no quiso echarse en su cama de paja por miedo a ensuciar su nuevo cuerpo blanco de nube antes de que la niña Candela lo viera por primera vez. De pie, se quedó dormido y soñó, una y otra vez, que la niña Candela volvía. Pero como no estaba muy cómodo se despertaba. Y veía que la niña no estaba, una y otra vez: ¿cómo se puede vaciar así un corazón encerrado en una nube? ¿cómo puede llover así por dentro?
Poco a poco, y por el poco dormir y el mucho pensar, su tristeza se fue tornando en enfado. Y le dio por pensar, porque hasta los burros piensan mal cuando están enfadados, que si la niña Candela volvía y acariciaba una y otra vez su cuerpo de nube, éste se desharía todo en lluvia y aparecería de nuevo su antiguo cuerpo lleno de peligrosos pinchos y lacerantes caracolillos.
Por eso, a la mañana siguiente, cuando vio acercarse por el sendero a la niña Candela que, aunque con el dedo vendado, le traía el desayuno como todos los días, Platero se escondió detrás de una montaña de alpacas. Desde ese día Platero no dejó que nadie se acercara a él, ni lo acariciase, ni siquiera la niña Candela.
Poco a poco, su corazón se fue volviendo más y más frío y siempre andaba enfadado y de mal humor. Pendiente todo el día de que nadie rozase su cuerpo-nube, ya apenas dormía por miedo de que el gato Fígaro se subiera a su lomo para dormir calentito en las noches frías. O de que Calíope buscara refugio entre sus patas al despertar de un mal sueño. Tampoco había vuelto a asomarse a las aguas del abrevadero por temor a que éstas le reclamasen su nube, y bebía siempre del cubo de agua de Cuscús. Pero una noche, sin darse  cuenta, se bebió un cubo de agua con estrellas. Se durmió mientras el agua cálida de luz de estrellas se precipitaba por su cuerpo-nube, deshaciéndolo, a la vez que se iluminaba todo. Sobresaltado se despertó y vio que no era el agua de estrellas la que había dado calor a su cuerpo-nube, sino las manos de la niña Candela que, aprovechando que al fin dormía, le acariciaban, una y otra vez, derritiendo el frío hielo en el que se había convertido su corazón. Sus negros ojos de azabache se humedecieron, como si fueran ojos-nubes, recordando todo el amor y todo el cariño de la niña Candela que ahora recuperaba por sus manos. Y entendió, porque, aunque habrá quien dirá que los burros no entienden, no es así, que son las manos las que recuerdan, a través del tacto que se despierta con las caricias.
 La niña Candela se miró en los espejos de cristal negro del burro Platero, que ya no eran tan duros, mientras que con sus dedos le apartaba el pelo de su crin y susurraba: ¡Platero, tienes estrellas en la frente!  (S. Acedo).