La niña Candela piensa que el burro
Platero está hecho para ser acariciado, por eso, cada vez que puede, deja sus
dedos olvidados entre el suave algodón de Platero, mientras sus ojos cantan al
sol o callan al frío, esperando que su mano pueda encerrar sus cosquillas
suaves. Un día en que sus dedos escarbaban, curiosos, la suavidad de Platero,
como picotean el suelo las gallinas, la niña Candela se clavó un espino,
escondido entre el pelaje del burro, como gusanito entre las piedras. Su dedo
comenzó a sangrar. La niña Candela corrió a refugiarse en los brazos de su
madre.
Quedó Platero solo y triste: él nunca
querría haberle hecho daño a la niña Candela. Sin saber qué hacer, comenzó a
deambular, nervioso, de un lado a otro esperando que la niña regresara.
Cabizbajo, se fijó en una nube que se reflejaba en el agua del abrevadero y
deseó con todas sus fuerzas ser tan suave, blandito e inofensivo como aquella
nube. Se acercó al abrevadero y al beber se dio cuenta de que en el espejo del
agua ya no se reflejaba la nube sino su cara. Contento pensó, porque, aunque
hay quien dice que no, los burros piensan, que se había bebido la nube. Pensó
de nuevo; porque, aunque hay quienes lo dudan, los burros reflexionan sobre lo
ya pensado para llegar a una conclusión, y nuestro Platero no iba a ser menos
burro que otro cualquiera; y concluyó
que a partir de ese momento, y por haberse tragado una, su cuerpo sería una
nube y que sólo tendría la cabeza, las patas y la cola de burro; y sonrió
feliz, enseñando todos sus grandes dientes, adivinando la alegría y la sorpresa
que se llevaría la niña Candela al verlo. Pero la niña Candela no volvió esa
tarde al establo, ni vino a darle las buenas noches tampoco.
El burro Platero no quiso echarse
en su cama de paja por miedo a ensuciar su nuevo cuerpo blanco de nube antes de
que la niña Candela lo viera por primera vez. De pie, se quedó dormido y soñó,
una y otra vez, que la niña Candela volvía. Pero como no estaba muy cómodo se
despertaba. Y veía que la niña no estaba, una y otra vez: ¿cómo se puede vaciar
así un corazón encerrado en una nube? ¿cómo puede llover así por dentro?
Poco a poco, y por el poco dormir
y el mucho pensar, su tristeza se fue tornando en enfado. Y le dio por pensar,
porque hasta los burros piensan mal cuando están enfadados, que si la niña
Candela volvía y acariciaba una y otra vez su cuerpo de nube, éste se desharía
todo en lluvia y aparecería de nuevo su antiguo cuerpo lleno de peligrosos
pinchos y lacerantes caracolillos.
Por eso, a la mañana siguiente,
cuando vio acercarse por el sendero a la niña Candela que, aunque con el dedo
vendado, le traía el desayuno como todos los días, Platero se escondió detrás
de una montaña de alpacas. Desde ese día Platero no dejó que nadie se acercara
a él, ni lo acariciase, ni siquiera la niña Candela.
Poco a poco, su corazón se fue
volviendo más y más frío y siempre andaba enfadado y de mal humor. Pendiente
todo el día de que nadie rozase su cuerpo-nube, ya apenas dormía por miedo de
que el gato Fígaro se subiera a su lomo para dormir calentito en las noches
frías. O de que Calíope buscara refugio entre sus patas al despertar de un mal
sueño. Tampoco había vuelto a asomarse a las aguas del abrevadero por temor a
que éstas le reclamasen su nube, y bebía siempre del cubo de agua de Cuscús.
Pero una noche, sin darse cuenta, se
bebió un cubo de agua con estrellas. Se durmió mientras el agua cálida de luz
de estrellas se precipitaba por su cuerpo-nube, deshaciéndolo, a la vez que se
iluminaba todo. Sobresaltado se despertó y vio que no era el agua de estrellas
la que había dado calor a su cuerpo-nube, sino las manos de la niña Candela
que, aprovechando que al fin dormía, le acariciaban, una y otra vez,
derritiendo el frío hielo en el que se había convertido su corazón. Sus negros
ojos de azabache se humedecieron, como si fueran ojos-nubes, recordando todo el
amor y todo el cariño de la niña Candela que ahora recuperaba por sus manos. Y
entendió, porque, aunque habrá quien dirá que los burros no entienden, no es
así, que son las manos las que recuerdan, a través del tacto que se despierta
con las caricias.
La
niña Candela se miró en los espejos de cristal negro del burro Platero, que ya
no eran tan duros, mientras que con sus dedos le apartaba el pelo de su crin y
susurraba: ¡Platero, tienes estrellas en la frente! (S. Acedo).
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