En
la noche serena, clara, oye a lo lejos un incesante pasar de parlantes
silbidos: son los patos, que viajan arrullados por la calma oscura. Pero sabe,
que van más lejos, en busca de una charca sobre la que descansar, que aquí no
se detendrán.
Es
una noche como otra cualquiera, ni más ni menos silenciosa, ni muy fría, ni muy
cálida. La luna brilla encantando todo lo que duerme, y a pesar de que lo
intenta nuestro amigo espantapájaros, que no duerme, no puede escapar de su
influjo. Y es que a los niños que lo crearon se les olvidó ponerle unos
párpados con los que poder cerrar sus ojos.
¡Si alguna vez hacéis un espantapájaros será mejor que no os olvidéis de
este detalle tan importante¡. Y así, sin saber ni por qué sí, ni por qué no, le
dio por pensar ¿a qué sabría la luna?. Si lo pensamos bien, no es raro que un
espantapájaros piense en comida, al fin y al cabo se pasa todo el día rodeado
de ella y su misión es protegerla de aquellos que quieren devorarla. Pero lo
que sí resulta más raro, o al menos esto pensó el espantapájaros, es que de
repente una idea, una pregunta surja dentro de tu cabeza y clame, como las olas
braman contra las rocas de los acantilados, inundándolo todo. Sobre todo, si
eres un experimentado vigía acostumbrado a acechar a enemigos que se acercan, a
la vez, por diferentes frentes. Fuese por h o por b, el caso es que nuestro
espantapájaros no pudo pensar en otra cosa durante toda la noche: ¿a qué sabrá
la luna?
Aliviado
vio dibujarse en el horizonte la luz del alba, y pensó que el rosa desvaído le
traería otros pensamientos menos esforzados, pero se equivocó. Durante toda la
mañana no pudo pensar en otra cosa, tampoco por la tarde dejó de oír la
pregunta en su cabeza: ¿a qué sabrá la luna? Y llegó la temida noche, y por
mucho que intentó esquivarla, no pudo evitar cruzar su mirada con ella: con una
enorme, intensa y lechosa luna blanca. En vano, intentó llenar su mente de
otros pensamientos. Al día siguiente todo siguió igual y casi no vio a una
avanzadilla de gorriones que se precipitaron sobre las rojas cerezas. Gracias a
este pequeño incidente, se iluminó, al fin, su cabeza y sin saber muy bien, por
qué sí o por qué no, trazó el siguiente razonamiento:
Quiero saber a qué sabe la luna. Para llegar a la luna tendré que volar. Los pájaros que se intentan comer las frutas, hortalizas y verduras de mi huerto vuelan. Si vuelan seguro que es porque alguno de estos frutos les da el poder mágico que les permite volar, por lo que si yo me lo como, también podré volar y entonces podré llegar a la luna y probar su sabor.
Ansioso,
esperó de nuevo a la noche, aunque esta vez lo que buscaba era la soledad y la
oscuridad que lo amparasen, para poder poner en marcha su plan.
Noche
tras noche, fue saboreando los diferentes frutos, en total comió: cinco
zanahorias, dos patatas, dos manzanas, tres peras, tres naranjas, diez nueces…
Puso
mucho cuidado en tapar los huecos, para que, por la mañana, nadie notase que
faltaban verduras. Se convirtió también en un hortelano experto: adivinaba el
punto exacto de maduración, aprendió la mejor manera de recolectarlas. Todo para
lograr que se produjera la magia.
Pero
por mucho que comió, y a pesar de que el huerto estaba mucho más limpio y mejor
cuidado que antes, seguían sin nacerles las alas, lo único que crecía y crecía
era su barriga.
Hasta
que una noche el peso de su barriga fue tan grande, que el palo que lo sostenía
no lo aguantó por más tiempo y se rompió, justo cuando sobre su cabeza pasaba
una bandada de patos aprovechando una racha de viento. Fue así como impulsado
por el mismo aire que ayudaba a los patos en su vuelo, nuestro espantapájaros
echó a volar. En la granja se oyó un gran estruendo, todos los animales miraron
sorprendidos. Subió y subió y subió hasta alcanzar la luna y darle un buen
lametón y por fin pudo saber a que sabía.
Después
se dejo caer, resbalando de estrella en estrella, navegando entre ellas gracias
a que su gran chaqueta le sirvió de vela para dominar los vientos, hasta llegar
de nuevo a la Granja.
Por
más que le han preguntado, el espantapájaros nunca confesó el sabor de la luna,
pero lo que sí descubrió es la riqueza y variedad de sabores de los frutos de
nuestro huerto que desde entonces no ha podido dejar de saborear y devorar, sin
poder a veces esperar a que caiga la noche. (S. Acedo)