martes, 24 de abril de 2012


Hace muchas, muchas noches… bueno, tal vez no tantas, tal vez hace cinco, seis, siete o diez se encontraba nuestro espantapájaros aquí donde lo veis ahora, en su alcazaba, en su atalaya, en su castillo, es decir en las doradas y olorosas tierras del muy afamado y feraz huerto, del no muy lejano, pero no por ello menos glorioso, reino de Linareslandia, alerta, vigilante, a pesar de que ya habían florecido las silenciosas estrellas sobre su cabeza.

En la noche serena, clara, oye a lo lejos un incesante pasar de parlantes silbidos: son los patos, que viajan arrullados por la calma oscura. Pero sabe, que van más lejos, en busca de una charca sobre la que descansar, que aquí no se detendrán.

Es una noche como otra cualquiera, ni más ni menos silenciosa, ni muy fría, ni muy cálida. La luna brilla encantando todo lo que duerme, y a pesar de que lo intenta nuestro amigo espantapájaros, que no duerme, no puede escapar de su influjo. Y es que a los niños que lo crearon se les olvidó ponerle unos párpados con los que poder cerrar sus ojos.  ¡Si alguna vez hacéis un espantapájaros será mejor que no os olvidéis de este detalle tan importante¡. Y así, sin saber ni por qué sí, ni por qué no, le dio por pensar ¿a qué sabría la luna?. Si lo pensamos bien, no es raro que un espantapájaros piense en comida, al fin y al cabo se pasa todo el día rodeado de ella y su misión es protegerla de aquellos que quieren devorarla. Pero lo que sí resulta más raro, o al menos esto pensó el espantapájaros, es que de repente una idea, una pregunta surja dentro de tu cabeza y clame, como las olas braman contra las rocas de los acantilados, inundándolo todo. Sobre todo, si eres un experimentado vigía acostumbrado a acechar a enemigos que se acercan, a la vez, por diferentes frentes. Fuese por h o por b, el caso es que nuestro espantapájaros no pudo pensar en otra cosa durante toda la noche: ¿a qué sabrá la luna?

Aliviado vio dibujarse en el horizonte la luz del alba, y pensó que el rosa desvaído le traería otros pensamientos menos esforzados, pero se equivocó. Durante toda la mañana no pudo pensar en otra cosa, tampoco por la tarde dejó de oír la pregunta en su cabeza: ¿a qué sabrá la luna? Y llegó la temida noche, y por mucho que intentó esquivarla, no pudo evitar cruzar su mirada con ella: con una enorme, intensa y lechosa luna blanca. En vano, intentó llenar su mente de otros pensamientos. Al día siguiente todo siguió igual y casi no vio a una avanzadilla de gorriones que se precipitaron sobre las rojas cerezas. Gracias a este pequeño incidente, se iluminó, al fin, su cabeza y sin saber muy bien, por qué sí o por qué no, trazó el siguiente razonamiento:


Quiero saber a qué sabe la luna. Para llegar a la luna tendré que volar. Los pájaros que se intentan comer las frutas, hortalizas y verduras de mi huerto vuelan. Si vuelan seguro que es porque alguno de estos frutos les da el poder mágico que les permite volar, por lo que si yo me lo como, también podré volar y entonces podré llegar a la luna y probar su sabor.

Ansioso, esperó de nuevo a la noche, aunque esta vez lo que buscaba era la soledad y la oscuridad que lo amparasen, para poder poner en marcha su plan.

Cierto es que, durante toda la tarde sufrió serios ataques de conciencia: su labor en la granja, para la que fue diseñado y creado, era la de mantener alejados de dientes no deseados los manjares del huerto. El sabía que su boca, no estaba entre los paladares que podían disfrutar de aquellas frutas rojas y atrayentes, de aquellas verduras verdes y refrescantes. Hasta ahora no había comido otra cosa que paja dura y amarilla. Pero estaba decidido: Las probaría todas hasta encontrar la que le diera alas.

Noche tras noche, fue saboreando los diferentes frutos, en total comió: cinco zanahorias, dos patatas, dos manzanas, tres peras, tres naranjas, diez nueces…                

Puso mucho cuidado en tapar los huecos, para que, por la mañana, nadie notase que faltaban verduras. Se convirtió también en un hortelano experto: adivinaba el punto exacto de maduración, aprendió la mejor manera de recolectarlas. Todo para lograr que se produjera la magia.

Pero por mucho que comió, y a pesar de que el huerto estaba mucho más limpio y mejor cuidado que antes, seguían sin nacerles las alas, lo único que crecía y crecía era su barriga.

Hasta que una noche el peso de su barriga fue tan grande, que el palo que lo sostenía no lo aguantó por más tiempo y se rompió, justo cuando sobre su cabeza pasaba una bandada de patos aprovechando una racha de viento. Fue así como impulsado por el mismo aire que ayudaba a los patos en su vuelo, nuestro espantapájaros echó a volar. En la granja se oyó un gran estruendo, todos los animales miraron sorprendidos. Subió y subió y subió hasta alcanzar la luna y darle un buen lametón y por fin pudo saber a que sabía.

Después se dejo caer, resbalando de estrella en estrella, navegando entre ellas gracias a que su gran chaqueta le sirvió de vela para dominar los vientos, hasta llegar de nuevo a la Granja.

Por más que le han preguntado, el espantapájaros nunca confesó el sabor de la luna, pero lo que sí descubrió es la riqueza y variedad de sabores de los frutos de nuestro huerto que desde entonces no ha podido dejar de saborear y devorar, sin poder a veces esperar a que caiga la noche. (S. Acedo)